A día de hoy me conozco tan bien que no sé quién soy, lo digo en serio. Conozco cada una de mis virtudes y cada uno de mis defectos, y estoy totalmente orgulloso de ambos. No quiero cambiar, me gusto. Pero la cuestión a tratar es: ¿Quién soy?
La gente que me quiere (o más bien que me soportan) dice que soy de lo mejor, que mi sentido del humor es insuperable y que mi imaginación es digna de museo; sin embargo, la gente que me odia (o más bien que me quiere demasiado) asegura que apesto, que mi sentido del humor es estúpido e incluso amargo, y que mi imaginación no es imaginación, sino la locura de un senil. En verdad, ambas opiniones me vienen a decir lo mismo: soy alguien… para alguien.
Aquí es cuando, tras noches de insomnio por Madrid llegas a tu portal, entras en el ascensor y te preguntas mientras el espejo del ascensor te mira fijamente: ¿Qué es el ser alguien?, ¿cuál es el límite entre la identidad y la existencia? Aún no tengo la respuesta, pero si quizá el camino a ella. El ser alguien no es algo que te vaya impuesto de nacimiento, sino que deben imponerte, pues pasas de ser un “algo” a un “alguien” cuando significas algo para otro alguien. De este modo, puedo decir que soy mucha gente, pues soy “el hijo”, “el hermano”, “el colega”, “el recuerdo para olvidar”, “el amor secreto”, “el crimen” etc.
Cada uno de nosotros somos el conjunto de relaciones que los demás nos atribuyen, somos todos aquellos lazos que circulan de nuestro “yo” a vuestro “yo”. Así, cada vez que piensas en mí, o cada vez que yo pienso en ti, seas quien seas, lo único que afirmamos es que somos alguien… para alguien.
Yo espero ser alguien a quien, aun habiendo sido capaz de matar, puedas resucitar.
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